La nostalgia del asombro

Durante unos días tuve en mi cabeza la idea de la emoción perdida, esa sensación que cada vez es más difícil de replicar. En realidad, es algo que vengo pensando hace más de un año, cuando noté en falta esa emoción tan particular y que tanto disfrutaba al descubrir una obra que trascendía a todo lo demás. Hay que aceptar el hecho de que eso no está perdido: siguen estando ahí, solo hay que encontrarlas.

Es la crisis por la que todos los que disfrutan del cine pasan continuamente —en casos más severos, acompaña por años—. Afortunadamente, el cine siempre da más, no solo con los nuevos filmes, sino por la infinidad de obras por descubrir. Sin embargo, el problema parece no estar en la cantidad, sino en la manera en que nos acercamos a ellas.

Saturación emocional

El acceso inmediato e ilimitado al cine ha cambiado radicalmente la relación que tenemos con él. Lo que antes requería esfuerzo —buscar una película en ciclos de cine, esperar su estreno en una sala, rastrear un VHS o DVD en una tienda especializada— hoy se encuentra disponible en segundos con solo un par de clics. Paradójicamente, esta abundancia ha provocado una suerte de fatiga cinéfila: cuanto más cine vemos, menos nos detenemos a procesarlo.

La sobreexposición puede afectar la capacidad de asombro y valoración del espectador. En la era digital, la facilidad e inmediatez del consumo voraz de cine puede convertirse en un ejercicio mecánico, donde se pierde la capacidad de reflexionar sobre lo visto. En este sentido, la emoción que solíamos experimentar no desaparece, pero sí queda sepultada bajo la inercia de ver sin realmente mirar en profundidad.

Otra explicación lógica de esta pérdida es el transcurrir de la formación. A lo largo de nuestras vidas vamos sumando experiencias diversas; esto hace que nos encontremos con un cine diferente, que puede llegar a ser trascendental, sobre todo en etapas de aprendizaje. Bien lo ejemplifica Vicente Monroy en su Contra la cinefilia: ver El río de Renoir cuando estaba en su primer año de universidad marcó su camino personal y profesional.

En ese momento de formación, cada película se siente como una revelación, un descubrimiento único que abre puertas a nuevas formas de entender el arte. Con el tiempo, ese impacto se amortigua. No porque las películas sean menos significativas, sino porque el umbral de asombro se ha elevado. Entonces, la emoción inicial de descubrir el cine se convierte en otra cosa: una búsqueda más matizada, más personal, pero también más difícil de satisfacer.

Redescubrir

Ante esta crisis, cabe preguntarse: ¿es posible recuperar aquella emoción inicial? La respuesta no es simple, pero hay caminos posibles. Una opción es cambiar la manera en que nos acercamos al cine. Volver a las salas es una de las formas más efectivas de reencontrar esa conexión: la oscuridad de la sala, la experiencia colectiva, la pantalla gigante, el sonido envolvente y la imposibilidad de pausar la película generan una experiencia más inmersiva y comprometida.

También debemos variar nuestros hábitos de visionado. En lugar de abordar películas de forma compulsiva y audiovisuales que afecten nuestra capacidad de atención, puede ser útil tomarse el tiempo para reflexionar sobre cada una. Leer sobre ellas, discutirlas con otros o buscar entrevistas con los realizadores puede ayudar a recuperar la sensación de asombro. Hay que buscar el balance y así evitar el mal llamado consumo de las cosas.

Lo más importante es aceptar que la emoción cambia. No es que se pierda, sino que se transforma. Lo que antes nos maravillaba por su novedad, ahora puede tocarnos por su profundidad, por su complejidad, o incluso por su belleza al ser redescubierto una y otra vez. La clave no está en intentar revivir la emoción de antes, sino en aprender a reconocer la nueva emoción que el cine sigue ofreciendo, aunque de una manera diferente. La película sigue estando ahí, esperando un momento distinto para revelarse.

Pasqua in Sicilia (1955), Vittorio De Seta.

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