Una batalla tras otra: El juego de Paul Thomas Anderson

Hay pocas cosas peores que una mala película. Una de ellas es una película que no te hace sentir absolutamente nada. Salí de la última obra de Paul Thomas Anderson con una sensación de vacío, de indiferencia. No es que la odiara; es que nunca me pareció que fuera honesta, ni consigo misma ni con el público. Nos presenta temas monumentales —la revolución, la justicia social, las crisis de inmigración— como si fueran el centro de su universo, para luego apartarlos con un encogimiento de hombros. Sus personajes no se sienten como personas atrapadas en la corriente de la historia, sino como caricaturas puestas ahí para mover una trama más pequeña y familiar. Y en ningún momento sentí que al director le importara de verdad las grandes ideas que rodean a sus personajes. Y si a él no le importan, ¿por qué deberían importarme a mí?

​La película arranca con una promesa jugada. Vemos a un grupo de revolucionarios irrumpiendo en un centro de detención de inmigrantes, y la cámara nos sumerge en una de las heridas más profundas de nuestro tiempo. Se nos presenta un conflicto claro, una dinámica de opresores y oprimidos, y esperamos una historia que se atreva a explorar ese territorio. Pero la promesa se desvanece. Años más tarde en la trama, cuando un grupo de supremacía blanca —los llamados Christmas Adventurers Club— entra en la vida de Sean Penn, el antagonista, uno esperaría que la tensión política se intensificara.

​En lugar de eso, la película cambia de tema. El enfoque vira hacia uno de los terrenos más recurrentes y cómodos en la obra del cineasta: la paternidad. El choque de fuerzas entre los personajes de Leonardo DiCaprio, Sean Penn y Chase Infiniti se convierte en el nuevo centro de gravedad. Y con cada escena de este drama familiar, el verdadero motor de la película, esos principios revolucionarios, queda enterrado más y más profundo, hasta convertirse en un eco lejano. Las grandes preguntas sobre la justicia y la sociedad que la película pretendía hacer terminan siendo abstractas, un telón de fondo.

​Claro, la narración es perfecta, como ya nos tiene acostumbrados el director de Magnolia. Técnicamente es una obra deslumbrante, una belleza para mirar en la pantalla más grande, rodeado de oscuridad y sonido envolvente. Cada encuadre es una pintura, cada movimiento de cámara es de una elegancia soberbia. Pero esta perfección formal solo sirve para acentuar el vacío de su núcleo. Es un cascarón brillante pero hueco, un acto de prestidigitación que utiliza los temas más trascendentes de la actualidad para distraernos mientras realiza un truco mucho más simple.

​Se encienden las luces y no puedo pensar en la paternidad, ni en la revolución, ni en los personajes. Solo pienso en los artificios narrativos de Paul Thomas Anderson. En la maestría con la que ha construido una película formalmente impecable que, en el fondo, no parece creer en nada de lo que cuenta. Y esa es la sensación final: la de haber sido testigo de un gran talento puesto al servicio de un buen filme, cuando podría haber estado al servicio de una gran verdad. Las causas que representa quedan tan abstractas que, al final, la única causa que parece defender es la del propio cine como un juego intelectual. Un juego que, esta vez, me dejó frío.

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