Sobre «Breve historia de la oscuridad»

Leer a Vicente Monroy en su «Breve historia de la oscuridad» es encontrar un eco a muchas peleas internas, a esas charlas con uno mismo sobre el hoy del cine y el mañana de la experiencia en salas. El autor no viene con quejas al aire ni con una añoranza que te deja inmóvil, su defensa de la sala de cine es un planteo claro, un faro —irónico— en medio de la luz que nos encandila desde mil pantallas.

El autor sabe de que habla. Su viaje por la historia de los lugares de proyección —desde el teatro con luces prendidas hasta la oscuridad de Wagner y el «Invisible Cinema» de Kubelka— es impecable. Nos aviva que la oscuridad no es solo que no haya luz, sino una armadora de vivencias, un lugar para la descarga, el deseo y hasta la juntada impensada. La puesta en valor de estos «refugios sagrados» ante la frialdad solitaria del streaming es el centro del libro, y se siente fuerte e importante.

Pero —siempre hay un pero cuando uno se encuentra con un texto que te mueve el piso—, uno se pregunta si la idea de Monroy de escribir «sin nostalgia ni resignación» cierra del todo. Hay un cariño, un amor fuerte por esa vivencia grupal en la media luz que, aunque no sea de brazos caídos, sí deja un gusto a bajón por un final a la vista. Su planteamiento de la «revancha de Edison» —con la vuelta a mirar solo que trae el streaming— tiene el sabor feo de una pelea que, si no está perdida, por lo menos nos encuentra en una situación más que complicada.

El hachazo de Monroy duele cuando revisa el cambio de las «películas» a simple «contenido audiovisual» —un cambio de nombre que esconde una pérdida de valor de la experiencia del cine—. Y aunque festeja las «películas-luciérnaga» como chispas que se plantan en la noche digital, la duda sigue ahí ¿alcanzan estas luciérnagas para hacerle frente al incendio del actual loquero de imágenes deslumbrantes? ¿O son, más que nada, lindos fuegos pasajeros en un campo cada vez más pelado e infértil?

Monroy acierta cuando marca que dejamos en el camino el «sueño metido en la oscuridad» y que ahí «perdimos un montón, pero también podemos sacar algo«. Ve el nacimiento de una nueva forma de querer al cine —más abierta y que se amolda a la actualidad—. Sin embargo, el mismo armado de su ensayo, la calentura con la que defiende cada rincón oscuro de la sala, cada costumbre del cinéfilo, parece tirar la ficha para el lado de lo perdido.

«Breve historia de la oscuridad» es, al final, un grito para tener los ojos abiertos, para no dejarse cegar por la luz cómoda del consumo instantáneo. Las salas de cine, con todas sus mañas, siguen siendo esos «lugares de oscuridad buenos para un pensamiento por abajo, que se desvía y te llena«. Y encontrar un libro que lo diga con esta claridad y fuego es, en esta época, una luz en sí misma. Uno termina el libro con la sensación de haber leído un lamento de melodrama, una dedicatoria a una forma de vivir que —aunque se la banque con uñas y dientes— ve cómo la luz del presente, que no afloja, le come el terreno. La mejor jugada del ensayo es esa: prender una luz sobre la misma oscuridad que guíe, para que le demos valor a lo que todavía tenemos, antes de que sea solo un recuerdo.

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